El refranero como maldición, acusando y obligando a soportar cosas en nombre del amor, el refranero como sentencia astrónoma del daño, con su retintín sabio y cansino: a esto contesta el poemario de Sofía Martín Jiménez: para desdecir, rehacer, cancelar, conquistar esta herencia que nos sostiene el reflejo del enamorado que no siempre coincide con lo que el cuerpo vive.
El amor es condicional, el amor es adversativo, el amor es un cuento que se canta y donde uno no sabe ya cómo decir. El amor no se parafrasea, pero se parafrasea. Hace burla y riñe y pone la voz aguda y cansa y duda. El amor no viste. Tiene carne, galope, le sucede el tiempo, la caída de la hoja, el cuerpo todo se fragmenta, se hace ojos, manos, bosque, migajas, torpeza, un corazón con forma de castaña y el soniquete ahí al fondo de las viejas costumbres de cómo debe, de cómo debería ser ese amor.
Inocencia sin lobo que nos advierta el peligro, la bestia es más bien propia, nos confiesa Sofía, y desdice lo dicho y rehace los dichos, muy redicha, también.
--->O como dice Luna Miguel en su prólogo.
«El ritmo de Refrán de amor es a veces suave y a veces muy intenso. Martín Jiménez mezcla poemas breves, más bien aforísticos, con otros poemas que si se extienden es porque en ellos resuenan múltiples voces. Aunque a la poeta la podemos imaginar narrando ella sola, lo cierto es que a su alrededor es imposible no escuchar los coros, los cuchicheos de las abuelas, los gritos de los niños en una tarde de domingo, el ritmo del reloj en una sala de espera, o los poemas canónicos a los que ella homenajea, ahí escondiditos, pero bien presentes, pues además del corazón, ¿no es la literatura ajena la que certifica el tiempo que no existe?»