La presencia de la muerte es habitual en toda la narrativa de Mréjen, pues ella misma (como ya recordó en alguna novela anterior) perdió a su madre siendo adolescente. Muchos años más tarde, la autora se pregunta cómo sería un imposible reencuentro entre las dos. La voz de la narradora se identifica en el texto como «la hermana mayor», «la niña de siete años y medio», «la mujer de cuarenta y dos», etcétera, y fantasea con la idea de pasear por París con ella, de vuelta a la vida, y de cómo podrían retomar su relación, interrumpida tan tempranamente. Las muertes que aparecen en esta novela son casos que Mréjen conoció de primera mano o que alguien le contó. En la primera página, por ejemplo, aparece el escritor, artista y fotógrafo Édouard Levé, quien poco antes de su muerte entregó a su editor su último libro, Suicidio. Con una frialdad que apenas oculta la intensidad de lo no dicho, la narradora se detiene en los detalles sin importancia aparente porque de una manera extraña son éstos los que quedan grabados en la mente en esos momentos de shock emocional. El ambiguo y sugerente título de la novela, Selva Negra, designa tanto la región del sur de Alemania como el pastel de chocolate, nata y guindas. Pero hay más: en Japón, donde Mréjen ha trabajado como videoartista, como cineasta, existe un famoso bosque llamado Aokigahara o Mar negro de árboles. Es un lugar denso e impenetrable en el que, según la tradición, habitan los fantasmas. En 1960, el escritor japonés Seicho Matsumoto situó allí el suicidio del protagonista de su novela Kuroi Jukai (Selva negra): a partir de ese momento se convirtió en un lugar mítico, al que acuden decenas de japoneses cada año para suicidarse. Un bosque negro donde es difícil encontrar a los desaparecidos; a los fantasmas, como diría la propia Mréjen.