Pequeños paraísos, los jardines de cada cultura responden a una peculiar visión del mundo emanada de los entornos respectivos y representan los esfuerzos por sublimar la tierra y sus productos más allá de su carácter utilitario, concentrando en un determinado espacio bellezas florales y verdores perennes destinados al reposo y la contemplación. Si la caligrafía nos revela el arte de detener el tiempo confiriéndole significado histórico mediante escuetas muescas, signos e ideogramas, el arte de la jardinería aparece entre los hombres para sacralizar un espacio y acotar una recurrente aspiración: la voluntad de dominio sobre la naturaleza a la par que la captura de un agua que, al fluir por canales simétricos, contraste con el desorden externo de los ríos y el ritmo aleatorio de la lluvia. En cierto modo cada jardín se cierra al mundo externo para abrir, en cambio, el cauce imaginario del hombre hacia regiones de frescura y ensueño. Conocer los principales rasgos de una cultura implica observar los trazos de su caligrafía, recorrer sus jardines y oír su música, último de los grandes dones que conforman una